Berlín aloja en su centro la famosa “Isla de los Museos”, singular edificación que concentra en una zona de la ciudad, rodeada por las aguas del río Spree, una de las colecciones de arte más importantes de la cultura universal. Sus tesoros de incalculable valor son visitado año tras año por miles de turistas que no quieren perderse estos notables recuerdos tras su paso por la capital alemana.
El Neues Museum, que alberga piezas tan ilustres como el busto de Nefertiti o el desconocido Sombrero Dorado de la Edad de Bronce. Y también el tan célebre Pergamonmuseum, con las espectaculares recreaciones pieza por pieza de la Puerta de Ishtar, la puerta del mercado de Mileto o el altar de Pérgamo.
Y Berlín es, por encima de todo, su muro; omnipresente en toda la ciudad aunque sea visible en tan solo unos pocos lugares. Basta recorrer el kilómetro y medio que queda en pie en la East Side Gallery, convertido ahora en un museo pictórico al aire libre, donde miles de artistas muestran su obra, crítica o no, al mundo entero.
Y sin embargo no es el único vestigio significativo que queda de él en la ciudad. Menos conocido pero más impresionante, ya que las pinturas le han restado parte de su ignominiosa presencia, está el pequeño trozo de muro de Mauergedenkstätte. En él se puede apreciar el infame significado que tuvo en su momento. Por los alrededores se exhiben paneles informativos donde aparecen imágenes del ingenio que usaron algunas de las personas que quisieron pasar de uno a otro lado de la ciudad. Lamentablemente muchos no tuvieron esa suerte.
Cerca de aquí se encuentra otro museo, el de Ciencias Naturales, donde se exhibe una colección de ejemplares de los dinosaurio más grandes del planeta. Eso sí, de mentirijillas, porque los auténticos están en Nueva York.
Y sin embargo, Berlín es mucho más que todo esto. Es suntuosidad en sus monumentos: grandilocuencia en la Puerta de Brandeburgo y modernidad en la cúpula del Bundestag. Es decadencia de la postguerra: en sus estaciones de metro y en su aeropuerto de Schönefeld. Es austeridad en sus edificios, riqueza y esplendor en sus castillos y palacios: Charlottenburg o Schönhaussen. Es vida en sus inmensos parques, por encima de todos en Tiergarten, pero también en Treptower Park, a pesar de haber sido convertido por los soviéticos en un memorial a sus soldados.
Y Berlín también es pobreza. Si alguien cree que en Berlín todo el mundo es rico le aconsejaría pasearse por algún barrio de la parte oriental, de esos que no aparecen en los mapas para turistas. O echar un vistazo desde el metro (S-Bahn) o el tren (U-Bahn) a la cantidad de solares vacío, derruidos. Si viajamos en estos transportes habitualmente, veremos personas pobremente vestidas, con bolsas de fieltro llenas de botellas y bebiendo en los vagones. Aunque es muy improbable que nos digan o nos pidan nada.
Y Berlín también es riqueza. Por otro lado están los barrios altos. Los que visitamos porque molan y tienen glamour. Las famosas avenidas Unter den Linden y la Kurfürstendamm, parecidas a otras calles de otras ciudades donde se encuentran tiendas exquisitas, pero que cuando estamos de vacaciones siempre nos parecen más y mejores y sirven para crearnos la impresión de que hay riqueza por doquier. Pero es un falso engaño, un sueño al alcance de muy pocos.
Y Berlín es de los berlineses. De los que van en bicicleta vestidos con traje, con medias y tacones, repartiendo pizzas o periódicos; de los que comen por la calle un bocadillo de salchichas, pescado o vegetales; de los que acaban su jornada laboral a las cinco de la tarde y cenan una hora más tarde porque se acuestan antes de las nueve de la noche y comienzan al día siguiente a las 6 de la mañana y todo vuelve a empezar.
Si vamos a Berlín creyendo que sólo con visitar sus museos y su muro merece la pena, nos quedaremos únicamente con dos señales que identifican esta ciudad. No escarbaremos en sus cimientos y nos perderemos su sustancia vital